Hace unos meses me propuse reflexionar
sobre algunas de las problemáticas que
observo comúnmente en mi práctica diaria como docente y que he presenciado
anteriormente como estudiante. Arbitrariamente decidí recopilar mis ideas en tres artículos que si bien son
independientes entre sí pueden dar lugar al lector a encontrar una gran
conexión entre ellos. Esta segunda parte
de la trilogía tiene como intención pensar en forma conjunta acerca de la
posibilidad y el tipo de participación de los estudiantes en las aulas
universitarias.
Muchos
docentes suelen quejarse de la aparente pasividad del alumnado durante las
clases. Algunos van más allá e infieren, a partir de esa supuestamente
escasa participación, que los estudiantes no estudian o “no saben” los
contenidos de la asignatura. Los más arriesgados incluso llegan a atribuir el
hecho a un desinterés general relacionado con una cuestión generacional. Sin
embargo, no somos pocos los que nos preguntamos cuál es el verdadero valor de
la participación en clase, qué estamos haciendo para facilitarla y qué
estrategias didácticas y/o pedagógicas podríamos utilizar para fomentarla. Este
planteo, en definitiva, implica cuestionarnos
qué rol debería desempeñar el estudiante en su propio proceso de aprendizaje y
qué rol nos toca desempeñar como docentes.
La primera de las cuestiones para reflexionar es si realmente consideramos
que la participación de los estudiantes en el aula tiene relevancia en el
aprendizaje, ya sea por facilitar la incorporación de conocimientos o por
posibilitar una mayor integración y una superior comprensión de los mismos. Si
consideramos que es así, el siguiente paso sería planificar clases en las cuales el rol de los estudiantes sea
eminentemente activo. Esto involucra pensar qué verbo describiría la
actitud y la acción de los estudiantes en cada instancia. Si la mayor parte del
tiempo proponemos que los estudiantes sean meros espectadores o “tomadores de
apuntes”, nosotros mismos le estamos restando valor a la participación. Más
aún, retomando los conceptos sobre los cuáles reflexionamos en la primera parte
de la trilogía, estamos sosteniendo de esa manera una idea de educación en la
cual lo relevante sólo puede ser
expresado en palabras por los docentes y ese contenido sólo en algunas
ocasiones se aleja levemente de lo que finalmente será evaluado.
Otro factor a considerar es de qué forma facilitamos la interacción
entre los estudiantes y qué tipo de participación esperamos y estimulamos
en sus compañeros cuando alguno de ellos habla. Si el grado de interacción es
cercano a nulo y no fomentamos de ninguna manera la reflexión y la discusión
grupal es difícil que el estudiante que interviene considere que le otorgamos
un carácter relevante a su aporte. A su vez, si la posibilidad de hablar se limita a la respuesta a preguntas
lineales que no propongan procesos cognitivos complejos, es esperable que la
participación no sea fluida.
Más
importante aún es, en mi opinión, la relación que estamos dispuestos a generar
con los estudiantes. Es realmente notoria la diferencia en el grado de
compromiso y de participación cuando la clase está “a cargo” de un docente que
logra una cercana relación con ellos, respecto de un docente cuyo trato
consiste casi con exclusividad en exigir un feedback a su exposición en las
clases que “le tocan”. La actitud y la
confianza que evidencia esa realidad no se logra en un instante aislado si no
que se construye a lo largo de un curso, demostrando interés en las personas y
deseos de que el proceso de enseñanza y aprendizaje no sea unidireccional.
¿Qué objetivo consideramos, entonces,
los docentes que tiene la participación de los estudiantes? ¿Pretendemos algo
más que sólo matizar el monólogo en que se convierten algunas clases? ¿Queremos
una retroalimentación de aquello que decimos? ¿O sólo procuramos hacer un
tibio, poco creíble y aún menos auténtico intento de ser menos
“tradicionalistas”?
En definitiva, limitar la participación a un segmento aislado de la clase no es más
que reafirmar nuestro protagonismo como docentes y relegar al estudiante a un
rol pasivo. Considero que la forma de lograr una participación activa,
consistente y significativa para los propios estudiantes es construir en
conjunto una clase en la que la discusión y la reflexión sean los fines en todo
momento. Para cumplir este objetivo no alcanza con recurrir al facilismo de que
los estudiantes expongan un contenido determinado. Lo más “eficiente”, al menos
en mi experiencia, es plantear el
diálogo y la reconstrucción conjunta de los conceptos como el hilo conductor de
una cursada pensada en forma integral. Partiendo de ese fin, las diferentes estrategias didácticas y
pedagógicas no son más que recursos posibles e igualmente válidos para
comunicarnos.
* Sergio Morado (@SergioMorado1)
es docente/investigador en la cátedra de Química Biológica de la Facultad
de Ciencias Veterinarias de la Universidad
de Buenos Aires. Es un ferviente apasionado de la música y la literatura, y un gran admirador
del Emperador Napoleón.
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