martes, 21 de septiembre de 2021

Lo que el 2020 nos dejó: “Luego de un tiempo de excepción y de profundización de todas las desigualdades, en el que docentes (irreemplazables) corrimos detrás de la urgencia para garantizar el derecho a la educación, volveremos a esa escuela de la enseñanza y de los aprendizajes, en un marco amoroso que respete las otredades y sus tiempos”. Por Yamila Goldenstein Jalif *

 

El 2020 fue un año en el que corrimos detrás de la urgencia. En esa urgencia discutimos entre colegas, reflexionamos, estudiamos, y, al menos a mí, me confirmó algunas ideas sobre las que venía trabajando y pensando y que sintetizaré en tres afirmaciones:

  • En primer lugar, me confirmó una idea que además defiendo: la escuela es más que el ámbito para la enseñanza de contenidos. La pandemia evidenció que las funciones de cuidado de la escuela, no son una cuestión exclusiva de la población más vulnerable.
  • En segundo lugar, las y los docentes no son solo enseñantes, reemplazables por máquinas, programas o textos autoadministrados.
  • Por último, las desigualdades educativas continúan profundizando las desigualdades sociales, económicas y culturales.

Voy a desarrollar muy brevemente estas tres afirmaciones que, reitero, son ideas con las que muchas/os pueden disentir pero de las cuales yo estoy bastante convencida.

La escuela es más que un lugar para la enseñanza de contenidos. Por años escuchamos críticas acerca de la escuela: que cada vez desarrolla más funciones no educativas, que se corre del lugar de la enseñanza, que cumple una función asistencial, etc. Es cierto que la escuela acompaña los procesos de documentación de niñas y niños, controla la vacunación, y hasta acompaña a estudiantes en situaciones de embarazo, violencia, enfermedades varias, y en situaciones complejas y diversas. De hecho, existen programas específicos de los ministerios de educación nacional y de los jurisdiccionales que impulsan estas políticas. El vínculo con la comunidad, el armado de redes con centros de salud, comedores, guarderías barriales, etc, son parte de la red y del entramado que tejen algunas escuelas para sostener la escolaridad de su población. Esto lo he visto especialmente en escuelas cuyos directivos tienen una concepción de inclusión que entiende que para garantizar el derecho a la educación se deben propiciar las mejores condiciones para las y los estudiantes. La pandemia nos mostró, en este sentido, que las funciones de cuidado de la escuela no son una cuestión exclusiva de la población más vulnerable. El reclamo por la presencialidad expresó el reconocimiento de estas funciones para todos los grupos sociales. En la escuela pasan muchas cosas que incluyen y van más allá de los aprendizajes de contenidos.

Las y los docentes no son solo enseñantes, reemplazables por máquinas, programas o textos autoadministrados. Y aquí paso a la segunda cuestión que es la de las y los docentes. Me acuerdo en la década del 90, en tiempos de reformas, cuando los “especialistas” soñaban con materiales “a prueba de docentes”. La “máquina de enseñar” que ni hubieran imaginado que tendríamos tan a mano, y que hoy a nadie conforma. Porque durante el año 2020, entre aquellas/os estudiantes privilegiados que tuvieron acceso a clases zoom, meet, videos, etc, quedó claro que las y los docentes no se pueden reemplazar. Que el vínculo pedagógico es fundamental para promover aprendizajes, y por supuesto, es además y esencialmente un vínculo de cuidado del OTRO con mayúsculas, de todas las otredades y que supone y siempre se encuadra en un vínculo amoroso.

Las desigualdades educativas continúan  profundizando las desigualdades sociales, económicas y culturales. Por último, mencionaba a las desigualdades educativas. En el 2020 hemos asistido a nivel mundial, producto de la pandemia, a la  profundización de las desigualdades sociales, económicas y culturales. El cierre de escuelas, pero también y quizás aún más, la reapertura desigual en la llamada bimodalidad en diferentes formatos, ha mostrado la frialdad con la que una parte de la sociedad asumió y asume las desiguales condiciones de escolarización de nuestras niñas, niños y jóvenes. Me refiero, como lo hice en oportunidades previas, a las condiciones institucionales para la reapertura de escuelas que se llevó a cabo en términos desiguales y que se expresan en los recursos diferenciales con los que cuentan las diversas instituciones. Me refiero a los recursos materiales (dispositivos y conectividad, tamaño de aulas, equipamiento, ventilación e higiene, etc) y recursos humanos (equipos directivos estables, docentes para cubrir más grupos -menos numerosos divididos a veces en grupos virtuales y presenciales-, cobertura de licencias por enfermedad, formación docente, personal de apoyo, etc). Desde la mirada hacia las condiciones de vida  materiales y simbólicas de las y los estudiantes asociadas a la escolarización, también existen enormes desigualdades (ya sea en los hogares durante el cierre de escuelas como en la denominada bimodalidad), tales como disponer de un cuarto silencioso y una mesa para estudiar, tener un dispositivo (netbook, computadora o celular) de uso exclusivo o compartido, conexión a internet, etc. Hay que mencionar además la disponibilidad de tiempo de un adulto para el acompañamiento en la realización de tareas, los estudios y saberes de quien acompaña, disponibilidad de tiempo del o la menor (es decir, si además de estudiar está a cargo del cuidado de hermanas/os, etc). En síntesis, la combinación de todas las condiciones institucionales y familiares para la escolarización de nuestras y nuestros chicas/os y jóvenes se potenciaron en pandemia, estallaron, se atomizaron. Yo he llamado a esta explosión #AtomizaciónEducativa: ya no hay dos escolaridades iguales.

En este escenario entonces, ¿cómo seguimos? ¿está todo perdido? No lo creo. Pero si creo que no podemos seguir del mismo modo como si la pandemia no hubiera irrumpido en nuestra ya imperfecta normalidad. En los primeros meses del 2020 se hablaba de un regreso presencial a las escuelas en el que nos daríamos un tiempo para conversar con las y los estudiantes, con los pibes. Y apenas regresamos se comenzó nuevamente a correr detrás de los “contenidos perdidos”, se publicaron ciertos cálculos sobre las pérdidas económicas que sufrirá esta camada de estudiantes por los días de cierre de escuelas. Se comenzó a querer evaluar, y a evaluar, a planificar y discutir y presionar en los medios de comunicación sobre la implementación de las evaluaciones nacionales estandarizadas. Pero si miramos qué sucedió en otros países en este sentido, las evaluaciones se postergaron y flexibilizaron, tanto las evaluaciones nacionales o estaduales como los criterios y modalidades de evaluación para la promoción del ciclo escolar, entendiendo que vivimos en un tiempo de excepción. Por ello y volviendo al comienzo: en un contexto de profundización de todas las desigualdades, la escuela como siempre, pero hoy aún más, creo que estará tensionada entre la eterna urgencia de la “carrera por los contenidos”, la evaluación y el cumplimiento de metas, respecto de la escuela de la enseñanza y aprendizajes en un marco amoroso que respete las otredades y sus tiempos.

Las pibas y pibes que regresan a las aulas vivieron el tiempo del miedo, de una pandemia. Muchos perdieron familiares, no pudieron ver a sus amigos, ni festejar cumpleaños, o abrazarse, por mucho tiempo. Se desconectaron de su mundo tal como lo conocían, un mundo que aún hoy no es el mismo. El regreso a la escuela entonces, significa para mí, volver al espacio donde se enseña y se aprende a vivir en una sociedad con otros, con muchos y diferentes otros. Y por supuesto, será el regreso al espacio de los aprendizajes de habilidades y saberes fundamentales para vivir en esa sociedad. Recuperar ambas dimensiones de lo escolar creo yo, es lo mejor que podríamos darle a las y los chicos. Ahí, nuevamente deberemos oír a las y los docentes, porque si algo aprendimos en pandemia es que solo ellos saben cómo hacerlo.


* Yamila Goldenstein Jalif (en Twitter, @yamilagold) es maestranda en Administración Pública por la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires y Licenciada en Ciencias de la Educación (UBA). Es profesora para el nivel secundario y superior por la Universidad de San Andrés (UDeSA). Docente e investigadora de la Universidad Nacional de José C. Paz y profesora de la Universidad de San Andrés en el Equipo de Evaluación de los Aprendizajes y en la Especialización en Educación en Ciencias. Es autora de artículos y publicaciones vinculados a su trayectoria laboral en investigación y gestión de políticas educativas.

martes, 7 de septiembre de 2021

Lo que el 2020 nos dejó: “La escuela y la universidad como casa del estudio, donde profesores y estudiantes, dispuestos a conversar, se miran cara a cara en una experiencia de cuidado de un mundo que merece el arte de la atención”. Por Fernando Bárcena *

La primera expresión que se me viene a la mente es la de un retiro voluntario. Puede resultar paradójica la expresión, pues el confinamiento al que todos nos vimos sometidos, y también expuestos, no tuvo nada de “voluntario”: las condiciones de la pandemia nos “obligó” a dicho exilio. Y, sin embargo, tuvimos la oportunidad de “elegirlo” -otra cosa es que lo hiciésemos efectivo-, esto es, de relacionarnos con él, con ese confinamiento, y con nosotros mismos, en los términos de un tipo de soledad a la que no estamos acostumbrados (especialmente los más jóvenes) en el mundo actual: una clase de soledad estudiosa, una soledad meditativa y letrada. El aprendizaje, aquí, muy lejos de la condición que esta noción adquiere en el seno de nuestras sociedades contemporáneas, no tiene nada de “depredador”. Es un aprendizaje que es una experiencia de cuidado, de atención al mundo, más bien una entrega a lo que teníamos delante y que la pandemia obligó a mirar, para que lo contempláramos como una especie de abeja estudiosa, libando de flor en flor -de libro en libro-, para crear una miel que alimentase nuestro espíritu. Hubo, en relación con ese “cuidado”, también otra palabra, que es la que ahora habito: duelo.

Es evidente que son muchos los que, aprovechando la pandemia, no paran de decir que, por fin, el paradigma educativo ha cambiado, que el modelo de la universidad presencial es el de la universidad a distancia, que basta ya de clases magistrales “adoctrinadoras” y que nuestro mundo es felizmente tecnológico y digital. Esas mismas personas, reformadores profesionales del mundo, creen que esos recursos tecnológicos han llegado para quedarse, lo que significa que el milenario oficio de ser profesor debe asumir otras funciones y modos, y que el aula debe mudar en una especie de hiperaula que no incluye ya espacio alguno para depositar libros dispuestos a ser leídos con atención y estudiosidad (una biblioteca), cuadernos para depositar en ellos nuestras notas de lecturas, e individuos, profesores y estudiantes, dispuestos a conversar, mirándose cara a cara, sobre lo que realmente importa y es intemporal. Todo eso no muestra sino un profundo deprecio hacia la figura del profesor y hacia la consideración de la escuela y la universidad como la casa del estudio, es decir, lugares a los que se va a aprender a través del estudio, y no de cualquier manera.

Para leer (los mejores libros), para mostrar las notas de nuestras lecturas plasmadas en nuestros cuadernos, para conversar inteligentemente sobre todo ello y mostrar las otras posibilidades que el mundo contiene, cuando el mundo no es ya la prolongación de nuestros egos, la ocasión de nuestros experimentos y de nuestras vanidades y narcisismos, sino lo que merece el arte de la atención, el único objetivo educativo, decía Simone Weil, digno de nuestros mejores esfuerzos pedagógicos.


* Fernando Bárcena (https://www.facebook.com/arendtiana/about) es ensayista, catedrático de filosofía de la educación en la Universidad Complutense de Madrid y músico, bajo la modalidad de la canción de autor con dos discos editados: “Entre las cuerdas”, 2014 y “Corazón de gato”, 2019. Su último libro es: Maestros y discípulos. Anatomía de una influencia. Madrid, Ápeiron Ediciones, 2020.