La primera expresión
que se me viene a la mente es la de un retiro
voluntario. Puede resultar paradójica la expresión, pues el confinamiento
al que todos nos vimos sometidos, y también expuestos, no tuvo nada de
“voluntario”: las condiciones de la pandemia nos “obligó” a dicho exilio. Y,
sin embargo, tuvimos la oportunidad de “elegirlo” -otra cosa es que lo
hiciésemos efectivo-, esto es, de relacionarnos con él, con ese confinamiento,
y con nosotros mismos, en los términos de un tipo de soledad a la que no
estamos acostumbrados (especialmente los más jóvenes) en el mundo actual: una
clase de soledad estudiosa, una soledad meditativa y letrada. El aprendizaje,
aquí, muy lejos de la condición que esta noción adquiere en el seno de nuestras
sociedades contemporáneas, no tiene nada de “depredador”. Es un aprendizaje que
es una experiencia de cuidado, de atención al mundo, más bien una entrega a lo
que teníamos delante y que la pandemia obligó a mirar, para que lo
contempláramos como una especie de abeja estudiosa, libando de flor en flor -de
libro en libro-, para crear una miel que alimentase nuestro espíritu. Hubo, en
relación con ese “cuidado”, también otra palabra, que es la que ahora habito:
duelo.
Es evidente que son muchos los que, aprovechando la pandemia, no paran de decir que, por fin, el paradigma educativo ha cambiado, que el modelo de la universidad presencial es el de la universidad a distancia, que basta ya de clases magistrales “adoctrinadoras” y que nuestro mundo es felizmente tecnológico y digital. Esas mismas personas, reformadores profesionales del mundo, creen que esos recursos tecnológicos han llegado para quedarse, lo que significa que el milenario oficio de ser profesor debe asumir otras funciones y modos, y que el aula debe mudar en una especie de hiperaula que no incluye ya espacio alguno para depositar libros dispuestos a ser leídos con atención y estudiosidad (una biblioteca), cuadernos para depositar en ellos nuestras notas de lecturas, e individuos, profesores y estudiantes, dispuestos a conversar, mirándose cara a cara, sobre lo que realmente importa y es intemporal. Todo eso no muestra sino un profundo deprecio hacia la figura del profesor y hacia la consideración de la escuela y la universidad como la casa del estudio, es decir, lugares a los que se va a aprender a través del estudio, y no de cualquier manera.
Para leer (los mejores libros), para mostrar las notas de nuestras lecturas plasmadas en nuestros cuadernos, para conversar inteligentemente sobre todo ello y mostrar las otras posibilidades que el mundo contiene, cuando el mundo no es ya la prolongación de nuestros egos, la ocasión de nuestros experimentos y de nuestras vanidades y narcisismos, sino lo que merece el arte de la atención, el único objetivo educativo, decía Simone Weil, digno de nuestros mejores esfuerzos pedagógicos.
* Fernando Bárcena (https://www.facebook.com/arendtiana/about) es ensayista, catedrático de filosofía de la educación en la Universidad Complutense de Madrid y músico, bajo la modalidad de la canción de autor con dos discos editados: “Entre las cuerdas”, 2014 y “Corazón de gato”, 2019. Su último libro es: Maestros y discípulos. Anatomía de una influencia. Madrid, Ápeiron Ediciones, 2020.
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