Este artículo pretende ser el comienzo de una trilogía que irá siendo publicada en
este espacio en forma periódica. La misma estará enfocada en algunas de las problemáticas que rigen, casi en forma
inconsciente para sus actores, al
sistema educativo y a nuestra práctica diaria, procurando a su vez
considerar posibles alternativas en la forma de pensar nuestro rol como
docentes.
En este primer artículo el propósito es reflexionar sobre una de las frases hechas
que es habitual escuchar, en un tono intermedio entre el reproche y la
resignación, en reuniones formales e informales de docentes. La frase “los
alumnos (sólo) quieren aprobar”, que supone en principio una obviedad, esconde una de las tantas paradojas que
subyacen nuestra práctica educativa. Si bien se suele pensar que el
objetivo de la educación, y por ende de los educadores, es estimular el
crecimiento y desarrollo continuo de los individuos tanto en aspectos
personales como profesionales, la realidad es que el sistema educativo actual
sigue, al menos en la práctica, muy lejos de esas aspiraciones.
A lo largo de toda la etapa formativa escolar y
posteriormente en la universidad, se
brinda instrucción a los estudiantes para responder a un proceso de evaluación
en el cual la nota representa no sólo cuántos conocimientos adquirieron sobre
las asignaturas impartidas, sino también un parámetro de cuán “exitosos” son en
relación a sus compañeros. Sumado a esto, no pueden soslayarse cuestiones
ajenas, o no tanto, al proceso educativo, como las presiones que pueden
provenir de otros actores de una
sociedad que sigue considerando el resultado numérico de un examen como una
herramienta irrevocable de valoración. Esta situación, que de por sí es
perversa, se alimenta por el hecho de que somos justamente los exponentes más
“brillantes” del sistema, es decir aquellos que por diferentes circunstancias
pudimos obtener mejores notas, los que continuamos formando parte del mismo. Se
genera así un círculo vicioso en el cual
los propios docentes a cargo de guiar la formación de los nuevos estudiantes
son también producto de un arcaico sistema educativo y lo reproducen, en muchos
casos, con ciega convicción.
Todos aquellos que hemos habitado las aulas de las
instituciones educativas, escuchamos casi una infinidad de veces a docentes que con la mejor de las
intenciones pronuncian frases como “es
importante que estudien este tema porque se toma” o “no profundicen en ese otro tema porque no se lo van a tomar”.
Las frases mismas sugieren la consideración del examen como instancia
definitiva de acreditación del aprendizaje. De esta manera, el objetivo de la
experiencia educativa pasa a ser acceder a los conocimientos necesarios en un
tiempo suficiente para aprobar el examen, en lugar de procurar la enseñanza de
determinadas competencias y contenidos significativos para el desarrollo
personal y profesional posterior. Se genera así una nueva paradoja en la cual,
esos docentes que sin duda consideran que están siendo de gran ayuda a sus
estudiantes, están retroalimentando una situación que a su propio criterio es
problemática.
Teniendo en
cuenta este panorama, no es tan difícil comprender por qué los estudiantes
consideran la aprobación como máximo logro. Las preguntas que surgen, entonces, son ¿cuánto tiempo e importancia dedicamos a
cuestiones que excedan a lo que puede ser evaluado?, ¿qué criterios usamos para
evaluar?, ¿estamos evaluando lo que los estudiantes deberían aprender o
enseñando sólo los contenidos que vamos a evaluar? y, ya que se considera
que los estudiantes sólo persiguen un fin, ¿por
qué no utilizar herramientas de evaluación que conjuguen de manera más
eficiente el aprobar con el aprender? No es el objetivo de este ensayo
proponer pautas de evaluación sino fomentar
la reflexión acerca de las mismas, de forma tal que comencemos a reprochar
menos a los estudiantes y a trabajar más para modificar la ineficiencia que
observamos en un sistema del cual formamos parte.
En mi opinión, es nuestra responsabilidad como
docentes tener en claro que el objetivo
final de cada instancia educativa es colaborar en la formación de los
individuos y seguir formándonos a la vez nosotros a través de la experiencia
compartida. Proponernos cambiar a corto plazo el peso que la sociedad y el
sistema educativo como un todo otorga a la aprobación de la instancia de
evaluación es quizá demasiado ambicioso. Sin embargo, podemos comenzar a encarar nuestra propia práctica de forma tal que se
respeten los tiempos necesarios para el desarrollo de las habilidades de cada
estudiante y que los procesos de evaluación dejen de ser una mera certificación
de contenidos y se conviertan en un componente más de un proceso continuo de
aprendizaje y formación.
* Sergio Morado (@SergioMorado1) es docente/investigador en la cátedra de Química Biológica de la Facultad
de Ciencias Veterinarias de la Universidad
de Buenos Aires. Es un ferviente apasionado de la música y la literatura, y un gran admirador
del Emperador Napoleón.
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