El 2020 confirmó
muchas sospechas y aprendizajes que intuíamos y que se aceleraron con la
pandemia, y se visibilizaron. Si, coincido en que fue un año complejo y difícil,
pero a la vez lleno de descubrimientos y factores que permitieron enriquecer
nuestras prácticas: aprendimos a confiar aún más en nuestros estudiantes, a
trabajar de manera colaborativa con colegas, y lanzarnos al encuentro del otro
para involucrarnos y comprometernos, todas cuestiones que ya hacíamos pero que
ahora son la única alternativa. Pienso que todos descubrimos, por ejemplo, que
podíamos hacer mucho más de lo que creíamos. Hablo de los estudiantes pero
también de los docentes y las docentes. Y pudimos hacerlo porque la enseñanza
es un proceso profundamente humano: en 2020 el desafío fue ir a buscar a
nuestros alumnos y alumnas, sostenerlos, estar disponibles para ellos,
apoyarlos para que puedan avanzar y no perder continuidad en sus aprendizajes.
Y creo que de algún modo se logró. Faltaron muchas cosas, pero se hizo mucho
también y yo elijo ver todo lo que pudimos hacer. Por eso creo que si tuviera
que elegir una palabra para resumir el 2020 sería la de asombro, no porque me
sorprenda lo que hicimos pero sí porque es asombroso lo que construimos en
condiciones que no siempre son las más óptimas: hablo de la desigualdad en el
acceso a la conectividad, de falta de dispositivos, de docentes que usaron sus
equipos y sus datos del celular para poder llegar a sus estudiantes, en fin, de
contextos desfavorables que navegamos a pesar de todo.

De un día para el
otro fuimos eyectados a un territorio desconocido que implicó aprender a
manejar la incertidumbre, enfrentar nuestras inseguridades, y entender que el
único camino es construir aprendizajes de manera colectiva y solidaria. Pensar
en la idea de un territorio desconocido hace un tiempo me trae a la mente la
distinción de Bateson entre mapa y territorio. Cuando uno es turista en una
ciudad que no conoce el mapa resulta fundamental para orientar el recorrido y
avanzar con pasos seguros hacia donde queremos llegar, por eso hay diferentes
tipos de mapas. Estos mapas siempre son construcciones parciales y culturales,
y representan una porción de lo que percibimos en el espacio. En 2020 como
docentes nos quedamos sin mapas porque cambió el territorio completamente...
entonces tuvimos que rediseñar el mapa que teníamos para no perdernos en el
espacio virtual. Pensando ahora en los estudiantes, me pregunto qué mapas les
ofrecemos para que naveguen en nuestras clases, para que representen su
aprendizaje y estructuren sus experiencias: ¿mapas de un solo tipo, hechos de
palabra escrita u oral? ¿O habilitamos mapas divergentes que incluyen imágenes,
producciones sonoras, experiencias con redes sociales? Me pregunto qué muestran
los mapas de nuestras clases pero también qué ocultan, cuáles son sus
'silencios cartográficos', como diría el historiador británico Harley. La
pandemia nos interpeló para cambiar de mapas, rediseñarlos, diversificarlos.
Así podremos ofrecer a nuestros estudiantes diseños más flexibles y abiertos
para navegar el conocimiento e invitarlos a generar sus propias producciones
como resultado del aprendizaje. Esto es lo que llegó para quedarse: la
reflexión crítica sobre nuestro rol y sobre las propuestas que diseñamos para
transformarlas y adaptarlas al nuevo contexto que siempre es contingente y
transitorio. Los mapas cambian porque se transforma el territorio pero también
porque con la pandemia nos volvimos nómades, vivimos en movimiento, cruzando
fronteras entre saberes, modalidades de trabajo y lenguajes: a veces estamos en
fase sincrónica y virtual… y probablemente dentro de poco pasemos gradualmente
a la presencialidad física que se combinará con otras instancias.
Para pensar la
bimodalidad me gusta hablar de prácticas mestizas por esta idea que apela a la
mezcla étnica y multicultural. Prácticas mestizas que implican recombinación de
saberes y roles, y el cruce de fronteras entre lo analógico y lo digital, lo
sincrónico y lo asincrónico. Prácticas mestizas que ocurren en espacios
carentes de territorio pero que aún así necesitan de mapas móviles para
resultarnos inteligibles y amigables. Que ocurren en zonas de frontera donde se
da la circulación hacia un lado y hacia el otro, e intercambios de sentido
sobre qué es enseñar y aprender. Prácticas mestizas que ponen bajo sospecha la
idea de pureza, los esencialismos, las verdades fundacionales, y apelan a la
reconstrucción, la revisión del propio rol y la solidaridad con colegas y
estudiantes. Se trata de maneras de ver la enseñanza como un lugar de
intersección de identidades, culturas y lenguajes. No supone solamente hacer
circular propuestas por entornos diversos, también planteamos una temporalidad
alternativa que rompe con la simultaneidad y se adapta a las necesidades y
contextos de cada estudiante. Prácticas mestizas que son profundamente
políticas porque buscan incluir a todos atendiendo a sus contextos sin
naturalizar la desigualdad. Muchas universidades en el mundo se están
planteando el sentido de los edificios y las aulas físicas. Si hay
procedimientos para demostrar o experiencias para realizar en el laboratorio
por supuesto que la presencialidad está ciento por ciento justificada. Pienso materias
como Química Biológica, por ejemplo, en
donde el trabajo en laboratorio no siempre se puede reemplazar con un tutorial;
también en algunas cátedras de Ingeniería, Odontología, Medicina y Enfermería
en las que se enseña a los estudiantes el correcto lavado de manos o manejo de
instrumental. Todo eso es preciso hacerlo en encuentros cara a cara. Las
prácticas de los estudiantes de profesorado tal vez pueden combinar el diseño
de clases presenciales y virtuales a la vez. Pero definitivamente hay muchos
espacios que podrían tener un encuentro de debate presencial por mes y el resto
continuar desarrollándose de manera virtual. Enseñar y aprender en la
virtualidad es una actividad más solitaria comparada con compartir la clase
física con colegas y estudiantes, ir por un café, volver juntos en colectivo. Pienso
más en lo vincular que en lo académico; en la virtualidad hay un compartir pero
no es lo mismo. Sin embargo, es más práctico y tiene la ventaja de que pueden
sumarse estudiantes de otras provincias o países sin la necesidad de
trasladarse hasta la universidad. El desafío cuando volvamos gradualmente a la
bimodalidad será distinguir didácticamente las diferentes instancias de
trabajo: pensar materiales y videos pregrabados en el campus para realizar de
manera asincrónica, y darle a los encuentros sincrónicos presenciales o por
videoconferencia un formato más interactivo y dialógico que justifique la
presencia en vivo y en directo. Las prácticas mestizas aquí funcionan como
inspiración, como fuente de ideas y movimientos para generar nuevos mapas;
imaginar cruces, diálogos y fronteras permite pensar caminos divergentes para
construir conocimiento con otros.
*
Mariana Ferrarelli (@FerrarelliM)
Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA)
y docente de grado y posgrado. Diseña
y coordina proyectos transmedia en
distintas instituciones donde se desempeña como asesora tecnopedagógica. Dicta cursos
de formación docente en diversas universidades
nacionales. Es profesora de Estrategias de enseñanza en el Profesorado Universitario de la Universidad Isalud, y docente del Seminario de diseño de EVEA en la Licenciatura en Ciencias de
la Educación y en los cursos del
Área de Extensión de la Universidad de San Andrés. Trabaja en
el equipo de multiplicadores del enfoque
de enseñanza en Aulas Heterogéneas
junto a Rebeca Anijovich. Desarrolla
materiales, artículos académicos y capacitaciones
sobre los siguientes temas: narrativas
transmedia en educación, trabajo con
diversidad en el aula, y tecnologías
en la enseñanza.