Si se busca la palabra “Educación” en un diccionario se puede
encontrar algo como “formación destinada
a desarrollar la capacidad intelectual, moral y afectiva de las personas de
acuerdo a la cultura y las normas de convivencia de la sociedad a la que
pertenecen”. Sin embargo muchas veces no
hay un balance entre estas cuestiones y por desarrollar más la capacidad intelectual, se desarrollan menos la
capacidad moral y la afectiva. Por ejemplo, puede
ser que un alumno nunca haga la tarea, hable en clase y le falte el respeto al
profesor pero tenga una memoria sorprendente. Y de esta forma, aunque no se
dedique mucho a la materia y sea irrespetuoso en clase, obtenga un aprobado. A
su vez, quizá haya un alumno que haga las tareas, preste atención en clase y
sea respetuoso pero le cueste más y desapruebe. De esta forma se estaría priorizando lo intelectual sobre
lo moral.
Algunos profesores
enseñan a sus alumnos sin cuestionarse la forma en que lo hacen, sino que sólo
lo hacen de la forma en que les dijeron que tenían que enseñar. Todo termina por ser una cadena ancestral
de que uno se lo dijo a otro, que se lo dijo a otro y así de forma sucesiva. Y
esto llega al punto de no tener sentido. Si cada mañana durante diferentes
años el profesor da el mismo discurso sobre la materia, no siempre va a ser
efectivo por que cada curso va cambiando en el transcurso de los años, y cada
uno tiene diferentes dificultades y expectativas. De esta forma se pierde el verdadero sentido de la
enseñanza, convirtiéndose el profesor en un autómata, inmerso en una relación
unilateral en la que no se tiene en cuenta a quiénes le está enseñando.
En otros casos los
profesores priorizan la memorización a la comprensión de los temas. De forma
que los alumnos terminamos por ser
máquinas canalizando palabras vacías desde el libro hacia la prueba. Donde
después atribuyen un número que no es capaz de representar del todo lo que
sabemos o no. ¿Y si justo nos preguntaron lo que no sabíamos? ¿Y si el día
anterior se nos murió el gato? Las
calificaciones se sitúan en unos puntos aleatorios del tiempo que representan
no más que 5 ó 6 de los 200 días del año escolar.
Es cierto que, también
hay profesores que dicen evaluar el “progreso”, pero esto no siempre se ve
reflejado en la práctica. Supongamos, por ejemplo, que un alumno al que le
cuesta la materia y no está entendiendo obtiene un 1 en su primera evaluación.
Este alumno puede comenzar a esforzarse el doble al ver el resultado de su
examen y progresar. Aunque en los siguientes exámenes obtenga un 6 o un 7 y
demuestre haber progresado de una forma exponencial y haber entendido el tema
su promedio va a continuar estando desaprobado. De esta forma el profesor puede llegar a terminar por
“marginar” a quienes les cuesta la materia y favorecer a quienes tienen más
facilidad en el tema o calificaciones más altas. Y puede llegar a ver solo
números y olvidar el objetivo en sí: que el alumno entienda la materia. Un
objetivo que muchos están olvidando y que es esencial.
Por todo
esto creo que estaría bueno que los
profesores que no lo hacen puedan intentar probar formas nuevas para enseñar a
sus alumnos e indagar qué métodos son los más efectivos.
* Sabrina Alonso es estudiante de cuarto año en la Escuela de
Nivel Medio en Producción Agropecuaria y Agroalimentaria de la UBA y tiene 16 años. Baila danza árabe
y hace teatro. Le gustaría poder
dedicarse a actuar y escribir novelas en el futuro.
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