En este nuevo año escolar/académico en el
que esperamos seguir reflexionando, seguir discutiendo y seguir (trans)formándonos como docentes
(cada vez) más facilitadores de aprendizajes (cada vez) más significativos en
nuestres estudiantes (cada vez) más autónomes; tendremos una entrada nueva el último Martes de cada mes y, para no
aburrirnos entre una y otra, nos
invitamos a (re)leer, cada día, una de las
entradas publicadas los años anteriores. Para quienes no las leyeron, éstas
podrán ser un (nuevo) disparador para la reflexión y el análisis y para quienes
sí, es probable que las (re)pensemos desde otro lugar y nos inviten a,
(nuevamente) pero de otra manera, reflexionar sobre nuestras prácticas y los
aprendizajes.
La siguiente entrada fue publicada el Martes 13 de Septiembre de 2016:
Hace unos meses me propuse reflexionar sobre algunas de las problemáticas que observo comúnmente en mi práctica diaria como docente y que he presenciado anteriormente como estudiante. Arbitrariamente decidí recopilar mis ideas en tres artículos que si bien son independientes entre sí pueden dar lugar al lector a encontrar una gran conexión entre ellos. Esta segunda parte de la trilogía tiene como intención pensar en forma conjunta acerca de la posibilidad y el tipo de participación de los estudiantes en las aulas universitarias.
Muchos docentes suelen quejarse de la aparente pasividad del alumnado durante las clases. Algunos van más allá e infieren, a partir de esa supuestamente escasa participación, que los estudiantes no estudian o “no saben” los contenidos de la asignatura. Los más arriesgados incluso llegan a atribuir el hecho a un desinterés general relacionado con una cuestión generacional. Sin embargo, no somos pocos los que nos preguntamos cuál es el verdadero valor de la participación en clase, qué estamos haciendo para facilitarla y qué estrategias didácticas y/o pedagógicas podríamos utilizar para fomentarla. Este planteo, en definitiva, implica cuestionarnos qué rol debería desempeñar el estudiante en su propio proceso de aprendizaje y qué rol nos toca desempeñar como docentes.
La primera de las cuestiones para reflexionar es si realmente consideramos que la participación de los estudiantes en el aula tiene relevancia en el aprendizaje, ya sea por facilitar la incorporación de conocimientos o por posibilitar una mayor integración y una superior comprensión de los mismos. Si consideramos que es así, el siguiente paso sería planificar clases en las cuales el rol de los estudiantes sea eminentemente activo. Esto involucra pensar qué verbo describiría la actitud y la acción de los estudiantes en cada instancia. Si la mayor parte del tiempo proponemos que los estudiantes sean meros espectadores o “tomadores de apuntes”, nosotros mismos le estamos restando valor a la participación. Más aún, retomando los conceptos sobre los cuáles reflexionamos en la primera parte de la trilogía, estamos sosteniendo de esa manera una idea de educación en la cual lo relevante sólo puede ser expresado en palabras por los docentes y ese contenido sólo en algunas ocasiones se aleja levemente de lo que finalmente será evaluado.
Otro factor a considerar es de qué forma facilitamos la interacción entre los estudiantes y qué tipo de participación esperamos y estimulamos en sus compañeros cuando alguno de ellos habla. Si el grado de interacción es cercano a nulo y no fomentamos de ninguna manera la reflexión y la discusión grupal es difícil que el estudiante que interviene considere que le otorgamos un carácter relevante a su aporte. A su vez, si la posibilidad de hablar se limita a la respuesta a preguntas lineales que no propongan procesos cognitivos complejos, es esperable que la participación no sea fluida.
Más importante aún es, en mi opinión, la relación que estamos dispuestos a generar con los estudiantes. Es realmente notoria la diferencia en el grado de compromiso y de participación cuando la clase está “a cargo” de un docente que logra una cercana relación con ellos, respecto de un docente cuyo trato consiste casi con exclusividad en exigir un feedback a su exposición en las clases que “le tocan”. La actitud y la confianza que evidencia esa realidad no se logra en un instante aislado si no que se construye a lo largo de un curso, demostrando interés en las personas y deseos de que el proceso de enseñanza y aprendizaje no sea unidireccional.
¿Qué objetivo consideramos, entonces, los docentes que tiene la participación de los estudiantes? ¿Pretendemos algo más que sólo matizar el monólogo en que se convierten algunas clases? ¿Queremos una retroalimentación de aquello que decimos? ¿O sólo procuramos hacer un tibio, poco creíble y aún menos auténtico intento de ser menos “tradicionalistas”?
En definitiva, limitar la participación a un segmento aislado de la clase no es más que reafirmar nuestro protagonismo como docentes y relegar al estudiante a un rol pasivo. Considero que la forma de lograr una participación activa, consistente y significativa para los propios estudiantes es construir en conjunto una clase en la que la discusión y la reflexión sean los fines en todo momento. Para cumplir este objetivo no alcanza con recurrir al facilismo de que los estudiantes expongan un contenido determinado. Lo más “eficiente”, al menos en mi experiencia, es plantear el diálogo y la reconstrucción conjunta de los conceptos como el hilo conductor de una cursada pensada en forma integral. Partiendo de ese fin, las diferentes estrategias didácticas y pedagógicas no son más que recursos posibles e igualmente válidos para comunicarnos.
* Sergio Morado (@SergioMorado1) es docente/investigador en la cátedra de Química Biológica de la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad de Buenos Aires. Es un ferviente apasionado de la música y la literatura, y un gran admirador del Emperador Napoleón.