La mayoría de l@s docentes de la Universidad de Buenos Aires, como la mayoría de l@s docentes de las demás Universidades Nacionales, cumplimos el doble rol de docente e investigador. Sí, ya sé que (de acuerdo al Estatuto Universitario y al modelo de Universidad que soñamos) deberíamos cumplir el triple rol de docente-investigador-extensionista pero a los fines de estas líneas, eso ya es mucho pedir. Se podrán imaginar, viendo lo poco valoradas que están nuestras actividades docentes en relación a las actividades de investigación, lo aún menos valoradas que están nuestras actividades de extensión. Pero eso lo dejo para una futura entrada ya que creo que amerita un análisis más detallado.
Pero volvamos a lo que me gustaría plantear hoy: la mayoría de nosotr@s tenemos actividades docentes y actividades de investigación. Quedan excluid@s de este análisis, por razones obvias, aquell@s en los que éstas coinciden por tratarse de (l@s poc@s) docentes universitari@s cuyas líneas de investigación son propias del campo educativo. En nuestras actividades de investigación (sobre las temáticas más diversas) integramos equipos en los que diseñamos investigaciones, planteamos objetivos (de mejora de algo o de construcción de conocimiento), leemos bibliografía, nos mantenemos actualizados, nos contactamos con otros grupos de investigadores, nos hacemos preguntas, dudamos, pedimos ayuda, cuestionamos, planteamos hipótesis, diseñamos instrumentos para validar o refutar esas hipótesis, realizamos experiencias, reflexionamos sobre el curso de las experiencias, nos equivocamos, cambiamos las estrategias, discutimos resultados, presentamos esos resultados en Seminarios Internos, Congresos o Jornadas, publicamos los resultados; en fin pensamos como investigadores e investigamos.
Ahora bien, en determinados momentos de la semana, cambiamos el chip, somos “solo” docentes y pensamos “solo” como docentes. ¿Qué quiero decir con esto? Que nos corremos completamente del lugar de investigadores y nos ubicamos en un perverso lugar de reproductores de prácticas instituidas (“Esto siempre se hizo así”), sin cuestionarlas, sin dudar de ellas, sin plantearnos objetivos (alguien ya se los habla planteado antes, no?), sin leer más bibliografía que la específica del tema de la materia, sin mantenernos “pedagógicamente” actualizados (por ejemplo, en términos de teorías del aprendizaje), sin contactarnos con otr@s docentes que tengan problemáticas (y/o soluciones) similares o diferentes a las nuestras, sin plantear hipótesis sobre lo que ocurre dentro del aula o fuera de ella, sin diseñar instrumentos para validar o refutar esas hipótesis, sin reflexionar sobre nuestra actividad docente, sin pedir ayuda, sin cambiar las estrategias cuando éstas no cumplen (de la mejor manera posible) con los objetivos planteados, sin discutir dentro del equipo sobre nuestros resultados, sin publicar nuestros resultados o presentarlos en Seminarios Internos, Congresos o Jornadas. En fin, sin investigar ni reflexionar sobre nuestra propia práctica docente o en el mejor de los casos, haciendo alguna de estas cosas de una manera tan intuitiva y tan carente del siempre sobrevalorado rigor científico, que horrorizaría a cualquier “reviewer”.
Pero si somos investigadores es porque estamos familiarizados con la idea de investigar, de dudar, de reflexionar y si somos docentes es porque estamos (o deberíamos estar) preocupados por buscar las mejores maneras de facilitar los aprendizajes de nuestr@s estudiantes. Entonces no me parece tan loco ni complicado que dejemos de disociar esquizofrénicamente nuestras prácticas y seamos, de verdad, docentes-investigadores.