En esta primera parte de este nuevo año escolar/académico en el que esperamos seguir reflexionando, seguir discutiendo y seguir (trans)formándonos como docentes (cada vez) más facilitadores de aprendizajes (cada vez) más significativos en nuestr@s estudiantes (cada vez) más autónomos; nos invitamos a releer, cada día, una de las entradas publicadas los años anteriores, como forma de volver a “ponernos” en tema. Para l@s que no las leyeron, éstas podrán ser un (nuevo) disparador para la reflexión y el análisis y para los que sí, es probable que las (re)pensemos desde otro lugar y nos inviten a, (nuevamente) pero de otra manera, reflexionar sobre nuestras prácticas y los aprendizajes.
La siguiente entrada fue publicada el Martes 25 de Octubre de 2016:
Si se busca la palabra “Educación” en un diccionario se puede encontrar algo como “formación destinada a desarrollar la capacidad intelectual, moral y afectiva de las personas de acuerdo a la cultura y las normas de convivencia de la sociedad a la que pertenecen”. Sin embargo muchas veces no hay un balance entre estas cuestiones y por desarrollar más la capacidad intelectual, se desarrollan menos la capacidad moral y la afectiva. Por ejemplo, puede ser que un alumno nunca haga la tarea, hable en clase y le falte el respeto al profesor pero tenga una memoria sorprendente. Y de esta forma, aunque no se dedique mucho a la materia y sea irrespetuoso en clase, obtenga un aprobado. A su vez, quizá haya un alumno que haga las tareas, preste atención en clase y sea respetuoso pero le cueste más y desapruebe. De esta forma se estaría priorizando lo intelectual sobre lo moral.
Algunos profesores enseñan a sus alumnos sin cuestionarse la forma en que lo hacen, sino que sólo lo hacen de la forma en que les dijeron que tenían que enseñar. Todo termina por ser una cadena ancestral de que uno se lo dijo a otro, que se lo dijo a otro y así de forma sucesiva. Y esto llega al punto de no tener sentido. Si cada mañana durante diferentes años el profesor da el mismo discurso sobre la materia, no siempre va a ser efectivo por que cada curso va cambiando en el transcurso de los años, y cada uno tiene diferentes dificultades y expectativas. De esta forma se pierde el verdadero sentido de la enseñanza, convirtiéndose el profesor en un autómata, inmerso en una relación unilateral en la que no se tiene en cuenta a quiénes le está enseñando.
En otros casos los profesores priorizan la memorización a la comprensión de los temas. De forma que los alumnos terminamos por ser máquinas canalizando palabras vacías desde el libro hacia la prueba. Donde después atribuyen un número que no es capaz de representar del todo lo que sabemos o no. ¿Y si justo nos preguntaron lo que no sabíamos? ¿Y si el día anterior se nos murió el gato? Las calificaciones se sitúan en unos puntos aleatorios del tiempo que representan no más que 5 ó 6 de los 200 días del año escolar.
Es cierto que, también hay profesores que dicen evaluar el “progreso”, pero esto no siempre se ve reflejado en la práctica. Supongamos, por ejemplo, que un alumno al que le cuesta la materia y no está entendiendo obtiene un 1 en su primera evaluación. Este alumno puede comenzar a esforzarse el doble al ver el resultado de su examen y progresar. Aunque en los siguientes exámenes obtenga un 6 o un 7 y demuestre haber progresado de una forma exponencial y haber entendido el tema su promedio va a continuar estando desaprobado. De esta forma el profesor puede llegar a terminar por“marginar” a quienes les cuesta la materia y favorecer a quienes tienen más facilidad en el tema o calificaciones más altas. Y puede llegar a ver solo números y olvidar el objetivo en sí: que el alumno entienda la materia. Un objetivo que muchos están olvidando y que es esencial.
Por todo esto creo que estaría bueno que los profesores que no lo hacen puedan intentar probar formas nuevas para enseñar a sus alumnos e indagar qué métodos son los más efectivos.
* Sabrina Alonso es estudiante de cuarto año en la Escuela de Nivel Medio en Producción Agropecuaria y Agroalimentaria de la UBA y tiene 16 años. Baila danza árabe y hace teatro. Le gustaría poder dedicarse a actuar y escribir novelas en el futuro.
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