En los últimos años, en la Escuela
secundaria donde trabajo se puso de moda
(como ocurriera décadas pasadas) el
famoso Cubo Rubik. L@s estudiantes lo armaban (algun@s a gran velocidad),
intentaban armarlo (o se “enseñaban” cómo) no sólo en los recreos y almuerzos,
sino también durante las clases.
Personalmente no me molestaba en
absoluto pero sí me llamaba la atención,
no sólo porque yo nunca había podido “armarlo” (incluso lo consideraba algo absolutamente imposible para mi) sino porque en
una época de tanta “conectividad”, de tanta abundancia de información (y
desinformación) en todo tipo de pantallas y de tanta dificultad para “captar la
atención”, este cubo (que fue inventado en 1974, por el escultor y profesor de
arquitectura húngaro Erno Rubik) era, para mi, un analógico “juguete de mi época”.
Esta entrada (en realidad, “estas
entradas” ya que, para que no sea tan larga, irá en dos partes) podría tratarse
de la historia del cubo, de la vida de Rubik, de la (mucha) Matemática que
tiene detrás (o adentro) o de sus (muchos) posibles “usos pedagógicos” pero no
será así. Esta entrada pretende, simplemente,
contarles una historia, mi historia con el “cubo Rubik” y mis estudiantes, en
fin, mi experiencia. Como toda experiencia, es (o fue) personal y ni
siquiera es (o fue) lo que yo hice sino lo que a mi me pasó (o me pasa), lo que
la experiencia “me hizo”.
Aún así pensé que contarles esta
historia/experiencia podría tener (en ustedes) algún efecto, podría tener (para
ustedes) algún valor formativo o podría ser (para ustedes) insumo para la
reflexión sobre nuestras prácticas ya que, al menos para mí, definitivamente lo
fue (o lo es).
Como les decía al principio de esta
entrada, hace unos años en la Escuela secundaria donde trabajo se pudo de moda
el “cubo Rubik”. En una clase en la que varios de mis estudiantes lo armaban (o
intentaban armarlo) un@ de ell@s se me
acercó y me preguntó: “Profe, ¿sabés armarlo?”.
No tengo inconvenientes en reconocer (las veces que sea necesario) mi
desconocimiento sobre muchísimas cuestiones (incluídos muchísimos conceptos de
mi asignatura) o mi falta de respuestas a la mayoría de las (interesantes)
preguntas de mis estudiantes pero, en este caso, mi respuesta fue, incluso, más allá y casi como una confesión (o un
lamento) le respondí: “No, no sé armarlo. Y
siempre me pareció algo absolutamente imposible para mi”. El estudiante me miró asombrado y me
retrucó:
“No, es refácil. Vas a ver! Si yo te digo cómo
aprender, como hice con él (señalando a un compañero) lo
aprendés seguro!”
Antes de seguir con la historia/experiencia,
imaginen mi cara! No me dijo “si yo te
enseño”, me dijo “si yo te digo cómo aprender”! Y, encima, estaba seguro de que, a pesar de mi
“confesión” (siempre me había parecido algo imposible para mí), yo… aprendería!
Había “resuelto” 400 años de discusión didáctica,
había encontrado el “método” que Comenio
sospechaba que existía, para que (incluso) yo aprendiera a armar ese analógico
“jueguete de mi época”. Antes de que yo
pudiera salir de mi asombro (pedagógico) y responder algo, otro estudiante
(de l@s que ya se habían “juntado” alrededor de la charla) agregó:
“Te damos dos semanas, en dos Viernes (mi clase era los Viernes) venís y nos mostrás cómo lo hacés.”
Un poco
descreído de la posibilidad de “éxito” de esta empresa (aunque no tanto como del
hecho de que un alguien pueda, efectivamente, enseñarle algo a un Otro) y algo preocupado por la posibilidad de
hacer el ridículo dos semanas después, les contesté:
“No, dos semanas es muy poco. Hagamos cuatro.
Les pido un mes.”
Y así fue como el primero de l@s estudiantes (el que me había hecho la fatal
pregunta “Profe, ¿sabés armarlo?”) me
dio un papelito muy chiquito (sólo un renglón de hoja A4) en el que tenía impreso un link
(evidentemente el “método” había sido –y seguiría siendo- “probado” porque
tenía varios papelitos iguales) y me
dijo:
“Mirá ese video, un gallego te va a explicar
cómo empezar. Es el primero de cuatro. Miralos todos, andá practicando y
listo.”
Agarré el preciado papelito (haberme entregado un
link impreso en un papelito sumaba a la “mística analógica” de la situación)
pero, contra todos los principios de
filosofía de la Educación en los que creo y, tal vez, abrumado por la
situación, me animé a preguntar:
“¿No sería más fácil si vos me enseñás o me
mostrás como se hace y yo aprendo?”
La respuesta fue lapidaria:
“No! Eso es imposible! Si yo te muestro, te
explico, te digo lo que hago o trato de enseñarte pero lo hago yo, no lo vas a
aprender.”
De nuevo interrumpo el relato de esta
historia/experiencia para invitarl@s a que imaginen mi cara! El estudiante
desconocería a Joseph Jacotot, no
tendría idea de quien era Jacques
Ranciere, ni habría leído “El
Maestro Ignorante” pero su “método”
era absolutamente emancipador! Guardé el papelito en un lugar seguro en mi
agenda, lo ajusté con un clip (no podía perderlo!) y esa misma tarde ni bien tuve
un momento sentado en mi computadora, lo probé para chequear que el link
“estaba bien” y que, efectivamente, “conducía” a 4 videos tutoriales de 12, 10,
11 y 8 minutos cada uno.
Para no hacer más larga esta entrada (y para
generar un poco de suspenso), l@s invito
a volver la semana que viene y leer la segunda parte de esta
entrada/historia/experiencia que, como decían las películas o las series
“pre Netflix”…
Continuará…
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