jueves, 12 de septiembre de 2019

La Mediocracia Educativa (Parte 1) Enseñar a aprobar. Por Sergio Morado *


En este nuevo año escolar/académico en el que esperamos seguir reflexionando, seguir discutiendo y seguir (trans)formándonos como docentes (cada vez) más facilitadores de aprendizajes (cada vez) más significativos en nuestres estudiantes (cada vez) más autónomes; tendremos una entrada nueva el último Martes de cada mes y, para no aburrirnos entre una y otra, nos invitamos a (re)leer, cada día, una de las entradas publicadas los años anteriores. Para quienes no las leyeron, éstas podrán ser un (nuevo) disparador para la reflexión y el análisis y para quienes sí, es probable que las (re)pensemos desde otro lugar y nos inviten a, (nuevamente) pero de otra manera, reflexionar sobre nuestras prácticas y los aprendizajes.

La siguiente entrada fue publicada el Martes 3 de Noviembre de 2015:


Este artículo pretende ser el comienzo de una trilogía que irá siendo publicada en este espacio en forma periódica. La misma estará enfocada en algunas de las problemáticas que rigen, casi en forma inconsciente para sus actores, al sistema educativo y a nuestra práctica diaria, procurando a su vez considerar posibles alternativas en la forma de pensar nuestro rol como docentes.

En este primer artículo el propósito es reflexionar sobre una de las frases hechas que es habitual escuchar, en un tono intermedio entre el reproche y la resignación, en reuniones formales e informales de docentes. La frase “los alumnos (sólo) quieren aprobar”, que supone en principio una obviedad, esconde una de las tantas paradojas que subyacen nuestra práctica educativa. Si bien se suele pensar que el objetivo de la educación, y por ende de los educadores, es estimular el crecimiento y desarrollo continuo de los individuos tanto en aspectos personales como profesionales, la realidad es que el sistema educativo actual sigue, al menos en la práctica, muy lejos de esas aspiraciones.

A lo largo de toda la etapa formativa escolar y posteriormente en la universidad, se brinda instrucción a los estudiantes para responder a un proceso de evaluación en el cual la nota representa no sólo cuántos conocimientos adquirieron sobre las asignaturas impartidas, sino también un parámetro de cuán “exitosos” son en relación a sus compañeros. Sumado a esto, no pueden soslayarse cuestiones ajenas, o no tanto, al proceso educativo, como las presiones que pueden provenir de otros actores de una sociedad que sigue considerando el resultado numérico de un examen como una herramienta irrevocable de valoración. Esta situación, que de por sí es perversa, se alimenta por el hecho de que somos justamente los exponentes más “brillantes” del sistema, es decir aquellos que por diferentes circunstancias pudimos obtener mejores notas, los que continuamos formando parte del mismo. Se genera así un círculo vicioso en el cual los propios docentes a cargo de guiar la formación de los nuevos estudiantes son también producto de un arcaico sistema educativo y lo reproducen, en muchos casos, con ciega convicción.

Todos aquellos que hemos habitado las aulas de las instituciones educativas, escuchamos casi una infinidad de veces a docentes que con la mejor de las intenciones pronuncian frases como “es importante que estudien este tema porque se toma” o “no profundicen en ese otro tema porque no se lo van a tomar”. Las frases mismas sugieren la consideración del examen como instancia definitiva de acreditación del aprendizaje. De esta manera, el objetivo de la experiencia educativa pasa a ser acceder a los conocimientos necesarios en un tiempo suficiente para aprobar el examen, en lugar de procurar la enseñanza de determinadas competencias y contenidos significativos para el desarrollo personal y profesional posterior. Se genera así una nueva paradoja en la cual, esos docentes que sin duda consideran que están siendo de gran ayuda a sus estudiantes, están retroalimentando una situación que a su propio criterio es problemática.

Teniendo en cuenta este panorama, no es tan difícil comprender por qué los estudiantes consideran la aprobación como máximo logro. Las preguntas que surgen, entonces, son ¿cuánto tiempo e importancia dedicamos a cuestiones que excedan a lo que puede ser evaluado?, ¿qué criterios usamos para evaluar?, ¿estamos evaluando lo que los estudiantes deberían aprender o enseñando sólo los contenidos que vamos a evaluar? y, ya que se considera que los estudiantes sólo persiguen un fin, ¿por qué no utilizar herramientas de evaluación que conjuguen de manera más eficiente el aprobar con el aprender? No es el objetivo de este ensayo proponer pautas de evaluación sino fomentar la reflexión acerca de las mismas, de forma tal que comencemos a reprochar menos a los estudiantes y a trabajar más para modificar la ineficiencia que observamos en un sistema del cual formamos parte.

En mi opinión, es nuestra responsabilidad como docentes tener en claro que el objetivo final de cada instancia educativa es colaborar en la formación de los individuos y seguir formándonos a la vez nosotros a través de la experiencia compartida. Proponernos cambiar a corto plazo el peso que la sociedad y el sistema educativo como un todo otorga a la aprobación de la instancia de evaluación es quizá demasiado ambicioso. Sin embargo, podemos comenzar a encarar nuestra propia práctica de forma tal que se respeten los tiempos necesarios para el desarrollo de las habilidades de cada estudiante y que los procesos de evaluación dejen de ser una mera certificación de contenidos y se conviertan en un componente más de un proceso continuo de aprendizaje y formación.

* Sergio Morado (@SergioMorado1) es docente/investigador en la cátedra de Química Biológica de la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad de Buenos Aires. Es un ferviente apasionado de la música y la literatura, y un gran admirador del Emperador Napoleón.

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