En este nuevo año escolar/académico en el
que esperamos seguir reflexionando, seguir discutiendo y seguir (trans)formándonos como docentes
(cada vez) más facilitadores de aprendizajes (cada vez) más significativos en
nuestres estudiantes (cada vez) más autónomes; tendremos una entrada nueva el último Martes de cada mes y, para no
aburrirnos entre una y otra, nos
invitamos a (re)leer, cada día, una de las
entradas publicadas los años anteriores. Para quienes no las leyeron, éstas
podrán ser un (nuevo) disparador para la reflexión y el análisis y para quienes
sí, es probable que las (re)pensemos desde otro lugar y nos inviten a,
(nuevamente) pero de otra manera, reflexionar sobre nuestras prácticas y los
aprendizajes.
La siguiente entrada fue publicada el Martes 1 de Agosto de 2017:
Antes de empezar esta entrada estaría bueno aclarar que la palabra “asistencia” no está usada aquí en su sentido relativo al “asistencialismo” (ya se han escrito interesantes y controversiales producciones en relación a esa clase de pedagogía “asistencialista”) sino en un sentido al menos algo confuso, que el sistema educativo (y, sobre todo, el sistema de Educación Superior) usa para hablar de una especie de “presencia verificada”. Si bien profundizaremos esta idea a lo largo de la entrada (ya que, tal vez, ese sea el objetivo de la misma), queríamos hacer esta aclaración para no confundir estas “asistencias”.
Es evidente que el título de esta entrada se propone parafrasear, como ya lo han hecho otros, los nombres de esas obras maestras del genial Paulo Freire: “pedagogía del oprimido”, “pedagogía de la autonomía” y “pedagogía de la esperanza”, entre otras. Pero esta idea de una “pedagogía de la asistencia” pretende describir (y tal vez, intentar denunciar) un cierto tipo de prácticas docentes (aceptadas en la Educación en general y muy difundidas en la Educación superior) que podría oponerse a una “pedagogía de la presencia”, no en el sentido que la desarrolló Antonio Gomez Da Costa sino en un sentido más básico y, quizás, más filosófico.
Pero vamos, por fin, a desarrollar la idea sobre la que hasta acá hemos estado dando vueltas. Vamos a lanzar la bomba, de una y sin anestesia: gran parte de la pedagogía universitaria actual se basa, tal vez sin saberlo, en la toma de asistencia. Sí, a esa “asistencia” nos estamos refiriendo. A la “asistencia” que se verifica cuando se “toma lista”. Tod@s hemos participado de ese momento en el que un docente va recitando, en prolijo orden alfabético, los apellidos de l@s estudiantes que deberían estar en un aula y est@s responden cosas como “presente”, “sí” o “acá”, entre otras. En algunos (pocos) casos no hace falta llegar a este ritual, ya sea porque l@s docentes conocen a l@s estudiantes (y pueden “pasar lista” mentalmente), porque circula una lista en donde “anotarse” (y por qué no, anotar a algún compañero que no pudo venir) o porque la clase implica la entrega de algún texto o actividad que ya tiene los apellidos de quienes estuvieron allí. Lo que es cierto es que se “toma lista” para verificar una “presencia” obligatoria que es necesaria (tanto o más que aprender algo) para regularizar o aprobar una materia. En la Facultad de Ciencias Veterinarias de la UBA hasta tenemos la condición de “asistencia cumplida” para quienes no aprobaron los parciales pero “cumplieron” con esta importantísima cuestión: la asistencia!
Más allá de lo ridícula que nos parece la toma de asistencia y la obligatoriedad de asistir a las clases en la enorme mayoría de los casos (con algunas excepciones que no podemos dejar de mencionar y a las que les dedicaremos el próximo párrafo), la preocupación que intenta compartir esta entrada es el efecto (silencioso y oculto pero efectivo) que tiene la toma de asistencia en las decisiones pedagógicas que toman l@s docentes (una “pedagogía de la asistencia”), casi como si esas decisiones y principios filosóficos y pedagógicos no fueran la causa de la necesidad de “tomar lista” sino al revés: la toma de lista (y la obligatoriedad de una “presencia verificada”) no sólo revela esos principios sino que los refuerza en las mentes de l@s docentes convenciéndolos cada clase de los mismos principios embrutecedores que dieron origen a tal necesidad.
Antes de profundizar un poco en esta idea y de dejar algunas preguntas para seguir reflexionando, rescatemos (como anticipamos en el párrafo anterior) las pocas situaciones en las que entendemos la “necesidad” de que l@s estudiantes asistan a las clases (o a algunos “momentos” de algunas clases), aunque ni siquiera en estos casos consideramos la obligatoriedad o la “toma de lista” como una opción válida para “convencer” a nadie de que estaría bueno que esté ahí. Existen, al menos, dos tipos de situaciones en las que esto podría ser así. La primera tiene que ver con clases (o “momentos” de clases) que son (todavía) imposibles de presenciar/vivenciar fuera de la misma y que no pueden reemplazarse ni con la lectura de un libro, ni con una práctica extracurricular, ni con la visualización de un video, ni con la realización de alguna simulación virtual y que, por algún motivo, es importante que l@s estudiantes tengan esa vivencia. Ejemplos de estas situaciones serían experiencias que requieran la utilización de los sentidos o prácticas específicas como la realización de una necropsia a un animal con determinada patología, el análisis de las características de un suelo o la utilización de un equipo muy sofisticado que sólo esté disponible en la unidad académica. El segundo tipo de situaciones es más feliz y esperanzador: se trata de esos pocos honrosos ejemplos en los que la clase es un lugar/momento en el que pasan cosas, en el que se construyen vínculos, en el que se viven experiencias (trans)formadoras, en el que ocurren acontecimientos (únicos), en el que algo pasa (como dice Mariana Maggio) en el “en vivo” de la clase y no podría “verse” (ni vivirse de la misma manera) en otro momento (“on demand”) como la final de un campeonato mundial de fútbol o el esperado episodio final de Sense 8. Conocemos pocos pero valiosos ejemplos (como las clases de Física de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA o las clases de Fundamentos de Tecnología Educativa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA) de clases/momentos/espacios/lugares en los que suena, al menos deseable, que l@s estudiantes (de hecho) estén ahí! Clases que están armadas, planificadas, estructuradas de tal manera que no da igual si l@s estudiantes están allí o no, clases que se constituyen en experiencias de las cuáles sus participantes (docentes y estudiantes) no salen iguales a cómo eran antes, salen transformad@s. En estas clases tampoco consideramos la obligatoriedad ni la toma de lista como formas de convencer a l@s estudiantes de que “estén” allí (además, sabemos perfectamente que l@s estudiantes no quieren perderse ninguna de “esas” clases y lamentan profundamente cuando por algún motivo –siempre entendible- tiene que faltar a una) pero entendemos el “deseo” de l@s docentes de contar con la “presencia” (real) de sus estudiantes. Tal vez estaría bueno escribir una entada sobre esas (otras) clases (a las que no queremos llamar “alternativas” para no legitimar a las “convencionales”) pero eso quedará para otro momento.
Volvamos ahora a esta pedagogía que lejos de ser una “pedagogía de la presencia” se convierte en una “pedagogía de la asistencia” que toma lista porque quiere que l@s estudiantes estén ahí haciendo lo que se espera que hagan: (casi) nada. Lo que se valora (incluso en las condiciones de regularidad y/o aprobación) es que “den el presente”, no que “estén presentes”.
Esta pedagogía toma asistencia porque supone que para l@s estudiantes es absolutamente necesario (al punto tal de hacerlo obligatorio) escuchar a l@s docentes hablar, “atender” (en, al menos, dos de sus posibles acepciones) a esas exposiciones monológicas (más o menos “dialogadas” gracias a las, inlcuso más inútiles aún, preguntas retóricas) en las que l@s docentes les dicen a l@s estudiantes lo que deben saber, lo que deben aprender, lo que deben estudiar y (obviamente) lo que deben poner en las respuestas a las preguntas de las evaluaciones en las que se va a “evaluar” justamente cuánto de todo eso que l@s docentes dijeron, l@s estudiantes recuerdan en un día puntual, a una hora puntual, en un momento llamado “examen”.
Es nefasto. Y triste.
La naturalización de la toma de asistencia en ese (popularizado y embrutecedor) tipo de clase no hace más que reforzar (en l@s docentes y en l@s estudiantes) los presupuestos que subyacen a estas prácticas cuyos dispositivos debemos intentar desarmar.
¿Por qué l@s estudiantes tienen que ir a esas (inútiles) clases? ¿Qué pasaría si no fueran? ¿Por qué l@s estudiantes no podrían leer de un libro eso que están “recitando” (con mayor o menor grado de elocuencia y capacidad de oratoria) l@s docentes? ¿Qué intentan l@s docentes “decirles” a l@s estudiantes al hacer obligatoria la “asistencia” a clase pero no su “presencia” (real) allí? ¿Qué entienden l@s estudiantes de esa obligatoriedad, más allá de lamentarla y tratar de burlarla con toda clase de (entendibles) artilugios? ¿Qué tipo de egos de l@s docentes se alimentan con esta obligada “presencia” de l@s estudiantes que se evade (más que justificadamente) en los chat de sus teléfonos celulares? ¿Qué tipo de concepción del aprendizaje (del conocimiento y del rol docente) tiene alguien que cree que para aprender o aprobar una materia hay que, necesariamente, asistir (sí, sólo asistir) a un determinado porcentaje de las clases? ¿Qué sentipiensa sobre su propia tarea un docente que cree (tal vez con las mejores intenciones) que para aprender y aprobar “su” materia l@s estudiantes deben (al punto tal de ponérselos como condición de antemano) “atender” a sus explicaciones? ¿De qué están tratando de convencer es@s docentes (como decía Bourdieu “mistificadores mistificados”) a sus estudiantes al imponerles esta obligada asistencia? ¿De qué se están convenciendose ell@s mism@s cada vez que “toman lista”, verifican y registran la asistencia de sus estudiantes?
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