En este nuevo año escolar/académico en el
que esperamos seguir reflexionando, seguir discutiendo y seguir (trans)formándonos como docentes
(cada vez) más facilitadores de aprendizajes (cada vez) más significativos en
nuestres estudiantes (cada vez) más autónomes; tendremos una entrada nueva el último Martes de cada mes y, para no
aburrirnos entre una y otra, nos
invitamos a (re)leer, cada día, una de las
entradas publicadas los años anteriores. Para quienes no las leyeron, éstas
podrán ser un (nuevo) disparador para la reflexión y el análisis y para quienes
sí, es probable que las (re)pensemos desde otro lugar y nos inviten a,
(nuevamente) pero de otra manera, reflexionar sobre nuestras prácticas y los
aprendizajes.
Un concepto bastante trabajado por la bibliografía especializada en Educación Primaria y Secundaria es el de “fracaso escolar”. Paradójicamente aunque el mismo término alude al “fracaso” de la Escuela o del sistema educativo, se suele utilizar para hacer referencia al “fracaso” del niñ@.
No es la intención de este texto abordar ese concepto ni entrar en el
debate sobre si la Escuela “fracasa” o es absolutamente “exitosa” en el
cumplimiento de sus objetivos (como aparato ideológico del Estado, como
reproductora de las desigualdades y como guardián del status quo), sino
utilizarlo para pensar una idea que podría homologarse: el “fracaso académico”.
En la Universidad de Buenos Aires es
notable la deserción y el desgranamiento que ocurre, sobre todo en los
primeros años de las carreras, y en especial en carreras como Veterinaria o Medicina.
Pero aún entre l@s estudiantes que persisten (más allá de que las
estadísticas muestran que –no por su culpa- no van a recibirse) y siguen
cursando, es
notable la cantidad de estudiantes que recursan materias varias veces
y/o rinden el mismo examen final en infinidad de ocasiones.
Rápidamente aparecen las justificaciones por
parte de l@s docentes y las cátedras involucradas: el estudiante no
estudió (lo suficiente), el estudiante no se esforzó (lo suficiente), el
estudiante priorizó otras cosas (como su trabajo, la práctica de algún
deporte o su “vida social”). La autocrítica brilla por su ausencia, nosotr@s hicimos todo perfecto
Les propongo (re)pensarlo un poco, sin buscar echar culpas sino analizar responsabilidades. Es cierto que quienes tenemos una visión constructivista del aprendizaje,
estamos convencid@s que es el estudiante el que aprende, que es el
estudiante el que debe realizar los procesos neuro-cognitivos necesarios
para vincular los nuevos aprendizajes con sus conocimientos previos y
construir así sus propios aprendizajes que le resulten significativos y
relevantes. Hasta acá tiene cierta lógica poner (al menos parte de) la
responsabilidad en l@s estudiantes. También es cierto que hay (algún@s
poc@s estudiantes) que no estudian (lo suficiente), no se esfuerzan (lo
suficiente) y priorizan (a veces demasiado) otros aspectos de su Vida,
pero en la gran mayoría de los casos no es así.
El problema surge cuando frente al “fracaso académico”,
(mal)entendido caprichosamente como el hecho de que un estudiante no
apruebe los exámenes parciales y tenga que recursar o no apruebe el
examen final y tenga que volver a rendirlo, ponemos el eje del “fracaso” sólo en el estudiante.
¿Nosotr@s, l@s docentes, no tenemos ninguna responsabilidad? ¿Cuál es
nuestra función? ¿Quién “fracasa”? ¿El estudiante? ¿L@s docentes? ¿La
cátedra? ¿La Universidad?
Cuando
un estudiante aprende (lo que se supone que queremos que aprenda) y
aprueba los exámenes, presuponemos que parte del mérito es nuestro y cuando un estudiante no aprende (lo que se supone que queremos que aprenda) o no aprueba los exámenes (cuestiones que lamentablemente no suelen guardar mucha relación), toda la responsabilidad parece ser del estudiante.
Aquí podría caber nuevamente la cuestión de si la Universidad “fracasa”
o es “exitosa” cuando esto ocurre pero, para este análisis les
proponemos dejar de lado esta cuestión y centrarnos en l@s docentes, en particular en l@s docentes que más allá de (cuál creamos que es) la función social de la Universidad, trabajamos día a día por la (trans)formación nuestra y de nuestr@s estudiantes y por ser facilitadores y guías en su proceso de construcción de aprendizajes significativos.
Si
un estudiante cursa por tercera o cuarta vez nuestra materia, si un
estudiante rinde por tercera o cuarta vez el examen final de nuestra
materia, si un estudiante abandona la cursada de nuestra materia por
tercera o cuarta vez… ¿es posible creer que nosotr@s (l@s docentes, la cátedra, la Facultad, la Universidad) no tenemos nada que ver?
Y,
si aceptamos que puede ser que parte de la responsabilidad sea de quien
(no) aprende y parte de la responsabilidad sea de quien (no) facilita o
guía (de la mejor manera) esos aprendizajes… ¿qué hacemos al respecto?
Se
trata, sin desconocer la responsabilidad (obvia) de l@s estudiantes, de
hacernos cargo de nuestra parte de responsabilidad indelegable.
No se trata de hacer más que lo que tenemos que hacer: se trata,
simplemente, de hacer nuestro trabajo de facilitadores y guías. Si algún
estudiante no aprende (lo que se supone que queremos que aprenda) o no
aprueba los exámenes, parte de la responsabilidad es nuestra y ese
“fracaso” (al menos compartido) debe ser el motor para el cambio, para
la reflexión y la mejora de nuestras prácticas docentes.
En el Congreso Internacional Perspectivas Pedagógicas desde la Contemporaneidad, realizado el mes pasado en Buenos Aires, el Profesor Néstor Rebecchi dijo una frase que me parece más que elocuente para cerrar este texto: “No nos pagan por enseñar, nos pagan para que l@s estudiantes aprendan”.
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